El profesor de Humanidades Alberto Requena explica el valor del cementerio más antiguo de Piura, declarado Patrimonio Cultural de la Nación hace más de diez años, a propósito de la presentación del libro que recoge su investigación sobre este camposanto.
Por Fabiola Bereche. 14 julio, 2014.“Historia del cementerio San Teodoro. Patrimonio histórico de Piura” es el título del libro de Alberto Requena, editado por el Fondo Editorial de la Municipalidad de Piura y presentado la semana pasada. El profesor de la UDEP ha estudiado todas las secciones del camposanto y sabe cómo han cambiado las costumbres funerarias de los piuranos en los últimos 176 años, desde la fundación del San Teodoro en 1938. Para él, el cementerio es testigo de la historia de la ciudad y debe ser un espacio para reflexionar sobre la identidad cultural.
“El cementerio lleva 12 años como Patrimonio Cultural de la Nación, lo que supone una oportunidad para trabajar en equipo entre varias instituciones, como la Beneficencia, la Municipalidad, el Ministerio de Cultura, para que este bien histórico sea investigado, conservado y difundido adecuadamente”, apunta.
La historia
Requena explica que el cementerio General de Piura, hoy San Teodoro, se construyó en un contexto de reformas planteadas desde Europa a finales del siglo XVIII. Los cementerios extramuros fueron impulsados por un grupo de médicos que reconocían lo peligroso de enterrar difuntos al interior de las iglesias. Según el estatus económico de la familia, los difuntos de la época eran sepultados entre la primera y quinta nave de la iglesia, cerca de la puerta o del altar mayor. En Piura, las iglesias que conservan los entierros en sus criptas son la Catedral, San Francisco, Del Carmen y San Sebastián.
La orden de construcción del primer cementerio a las afueras de la ciudad llegó en 1814, pero se tendría que esperar hasta 1838 para ver terminada la obra en la zona más alejada al noroeste de Piura. “Según la norma, a partir de ese momentos todos los habitantes de Piura debían ser enterrados en el nuevo camposanto. Se diseñó un reglamento que establecía los modos de traslado del difunto, los horarios, los pagos, etc. Supuso un cambio para el ritual funerario”, explica el especialista.
De hecho, las costumbres funerarias cambiaron. El profesor de la UDEP narra que antes de la fundación del cementerio el cuerpo del difunto era trasladado sin ataúd, en hombros, a la iglesia y, después de la misa de cuerpo presente, era depositado en la cripta. Con el fin de las inhumaciones al interior de las iglesias, aparecieron los ataúdes, las lápidas, los arreglos florales, entre otras costumbres.
Esculturas centenarias
El experto señala que durante los primeros años del cementerio la decoración de las lápidas se limitaba a los nombres de los difuntos y algún arreglo floral y que la expansión de la simbología funeraria se evidencia en la década de 1850: “. A diferencia de lo que ocurre hoy, los entierros en nicho eran más costosos que los realizados en el suelo del camposanto. Y en las lápidas aparecen distintos relieves de imágenes de los parientes de los difuntos, árboles, como sauces o cipreses, ángeles, columnas rotas, antorchas invertidas y otros elementos alegóricos a la tragedia, el drama y la tristeza”.
También, indica Requena, llegan por esos años las esculturas representado a las virtudes humanas, como la fe con una mujer aferrándose a la cruz, la esperanza con una mujer con una corona de flores, o la caridad, con una mujer con un corazón en las manos. Algunas piezas de mármol fueron importadas de Italia, como fue común hasta avanzado el siglo XIX cuando florecieron los comercios locales.